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Diario de marear

Relictos y derelictos
Relictos y derelictos

Luego de vaciar una estantería de carpetas y papeles inservibles, continué el descarte de papeles viejos del cajón del escritorio. Un hallazgo inesperado: dos pequeñas cajas con tarjetas de visita, que en algún momento habré necesitado, cuya existencia había olvidado o ignoraba, que es lo mismo; las sutiles diferencias que hay entre objetos de nuestra pertenencia olvidados o de cuya existencia no tenemos noticia son las mismas que hay entre dos palabras que me atrapan por las evanescencias semánticas, entrelazadas en las ramas de su árbol genealógico: relictos y derrelictos; y sobre cuyas definiciones, luego de navegar por media docena de diccionarios, voy a echar mi cuarto a espadas. Porque los dos términos tienen la misma filiación, aunque con diferencias ostensibles; como mis sobrinas mellizas: Paula, morocha de ojos negros, y Giulia, pelirroja de ojos malva.

Relicto, del latín relictius (dejar tras de sí, quedar debiendo algo, dejación) sobrevive para el diccionario de la RAE solo como el término jurídico “bienes relictos” ─los dejados por una persona al fallecer y por el cual disputarán sus herederos─, la definición sugiere la idea de un reencuentro, o posesión postergada, de un bien.

Derrelicto, del latín derelictus (abandonamiento, dejar desamparado), conlleva la idea de hallazgo por parte de un tercero cuando encuentra algo sin dueño. Curiosamente la RAE solo registra el término con la definición: “buque u objeto abandonado en el mar” ─acto peligroso para la navegación─. Esta definición cojea porque abandonar un buque en el mar no es un acción tan frecuente en el mundo náutico que demande de un término para precisarlo, salvo que trate de uno incendiado o deteriorado, luego de una colisión y tornado innavegable, en cuyo caso lo prudente sería no dejarlo a la deriva sino remolcarlo hasta un lugar donde no ponga en peligro a otras embarcaciones. Le doy vuelta al término, lo miro desde todos los escorzos posibles y concluyo que la definición “derrelicto”, podría extenderse a: “satélite artificial, cápsula u objeto abandonado en el espacio exterior u otro planeta”, algo que vulgarmente conocemos como “basura espacial”.

En el medio de los dos, otra palabra registrada por la RAE, derelicto (con una sola “r”): “objeto que ha sido objeto de derelicción”; que resulta ser: “abandono de una cosa con ánimo de poner fin a la propiedad que se ostentaba sobre ella”, con lo cual la cosa pasa al estado de relicto si otra persona toma posesión de ella. Por eso las tarjetas encontradas por azar fueron relictas y derrelictas; jamás derelictas.

Revisar con morosidad las cajas con las tarjetas me llevó más de una hora y las separé en dos grupos: las descartadas en un canasto de papeles y las que demandan una revisión futura. Son poco más de un centenar y me hablan de gran parte de mi vida relacionada con la venta de libros para bibliotecas de México y Sudamérica ─las menos─ y de Europa y Estados Unidos ─las más─; también adquisiciones de libros para mí. Cuando volví sobre ellas me sorprendió la cantidad de nombres, probables lugares de encuentro y conversaciones olvidadas; historias y caras que no puedo recuperar en su totalidad, las más distantes se remontan a la última década del siglo pasado. Pero no ha sido mi único hallazgo de este tipo.

Bajo el vidrio de mi escritorio hay un relicto: dos boletos rectangulares de ómnibus, unidos y con las bases menores con bordes dentados. Este último detalle habla de una época en que no existían las tarjetas electrónicas, los boletos eran de papel, el conductor los separaba de un rollo contenido en un receptáculo con borde serrado para facilitar el corte. Los boletos son de la línea 29, los números son 66266 y 66267 y es la razón porque los guardé: el primero es capicúa y tiene dos historias probables. Esa línea une la Boca con Olivos y pasa por Palermo, barrio en el que vivimos desde que llegamos a Buenos Aires, de donde puedo pensar que, con Beatriz, tomamos el 29 o para ir a la piscina de la Ciudad Universitaria o para ir a visitar algún museo de la Boca; los dos únicos lugares que requieren nuestra demanda de ese medio de transporte.

Otro relicto: un escrito a lápiz en la portadilla de Las soledades de Góngora que estoy releyendo, un número telefónico sin nombre, ignoro a quien pertenecía, he consultado en mi teléfono celular y no lo tengo registrado, también ignoro si he llegado a hablar con esa persona. Sólo tengo certeza de la fecha aproximada de cuando lo anoté: 2003 o 2005, años en que visité Las soledades.

Relictos y derelictos forman parte de nuestra realidad pedestre, perros y cerdos abandonados vuelven a estados de agresividad de lobos o jabalíes. Hay bosques y vegetaciones relictos que mantienen intactos los restos de su antiguo ecosistema; alguna vez ocuparon zonas más extensas. Muchos fragmentos de ámbar, resina petrificada, conservan en su interior, semillas hojas, insectos, pequeñas lagartijas, ranas o sapos. En tumbas antiguas se han encontrado semillas que, luego de siglos volvieron a brotar, o recipientes, joyas e instrumentos que podrían volver a tener uso.

Dos especies animales relictas por su origen que, con mutaciones, siguen merodeando con su agresividad primigenia: los cocodrilos marinos, cuyos ancestros superan los 240 millones de años y, tiburones algo más jóvenes, 200 millones. Es aconsejable mantenerse fuera del alcance de la dentadura de ambos.

Quizás no tanto como de portadillas, interiores de libros, cuadernos de notas o cajas con tarjetas personales, en su interior acechan nombres, fotos, flores secas, tarjetas de visita que encubren momentos, recuerdos y conversaciones olvidadas. Siempre al acecho, como cocodrilos marinos o tiburones, pero de nuestra imaginación.

 

 





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